sábado, 2 de noviembre de 2013

DOTADO
No sabía bien a dónde podía llegar con ese don, pero el camino lo iba entusiasmando. Cada día subía al colectivo. Pasaba la tarjeta, perfilaba sus pasos de costado y cerraba los ojos. Al abrirlos, su mirada estaba clavada en la persona exacta que abandonaría el asiento después de la próxima parada.  Ese era su don en esta vida, saber, sin margen de error, qué persona dejaba libre el asiento.
Cuando niño, comprendió de sus capacidades sobrenaturales y nunca develó su talento secreto. Primero temía a la burla. Después, al inevitable acoso de la parapsicología internacional. Más tarde, ya era tarde, y simplemente le pareció una boludés. En algún momento sospecho que el chofer del 52 que lo llevaba al colegio se había percatado de sus saberes ancestrales. Justo cuando temió quedar en evidencia, el chofer se jubiló. Después fueron cambiando las líneas, los choferes y los pasajeros. Para el tiempo que sucedieron los siguientes hechos, el hombre superpoderoso era tornero en una metalmecánica del sur de la ciudad. Sentado, siempre sentado, viajaba en el mismo horario de ella. Nunca conoció su nombre, supuso que era maestra jardinera (salvo que haya repetido salita de tres unos veinticinco años.).  Además, configuró la posibilidad de que sea soltera por la ausencia de anillo (más tarde pensó en el peligro que puede ser la bijouterie para infantes de tres años). Día a día, fue diseñando la posibilidad de una charla. Hizo minuciosamente lo que hacemos todos los hombres sentados en un asiento de colectivo urbano: fantaseamos. A veces él iniciaba una conversación animada sobre los baches. A veces la sorprendía tarareando los primeros acodes del “sapo pepe” o “mamá pata” (en esta última se sentía con mayor autonomía de vuelo). Y a veces, ella le preguntaba sobre calibres y medidas, o temas afines a la tornería moderna y la industria automotriz. Entrenado ya para cualquier conversación con “la Seño” se sentó, como siempre, a esperar. Debía esperar que Dios (que tanto le había dado al dotarlo con sus poderes) le diera la justa casualidad que el próximo en levantarse del asiento sea el pasajero o pasajera sentado al lado de “la Seño”. Una que otra vez pensó en bajarse en la parada de ella y acompañarla y generar una conversación casual, pero no. Sabía que sus facultades estaban a bordo del colectivo. En la calle sería un hombre indefenso. Un simple mortal.
El día llegó. No importaba cuántos meses pasaron o cuántos niñitos de salita de tres ya llegaban a la secundaria. Ahí empezó el resto de su vida. Debe haber sido verano porque a las siete ya había mucha claridad. Él subió, marcó el boleto, se perfiló los pies, y avanzó. Un paso. Cerró los ojos. Dos pasos. Se olvidó del mecanismo de su don divino. Un tercer pasito corto.  Abrió los ojos sobre un manto de pelo rojo que caían sobre el rostro más bello del mundo. Se entusiasmó, avanzó. El corazón acompañaba a las revoluciones del gran motor diesel. Cuando llegó hasta la dupla de asientos donde ella lo esperó toda su vida (según él, claro). La miró, y en la mirada le dijo “aquí estoy mi amor, he llegado”, ella lo miró sin decir mucho. Él le sonrió y ella también y habló, por fin pudieron escuchar sus voces que tanto tenían para decir.
ELLA: -Permiso, (y se paró hasta dejar su cara a una distancia de un beso de la de él) ¿me dejás pasar, me bajo en la próxima?
EL: -Sí, claro. Disculpá, adelante por favor.
Nunca más la vio. Supuso que ese día renunció o se fue, o simplemente no era para él. Ahora quiere ser un humano más sin superpoderes. Y anda por ahí, sin adivinar quién es el próximo en bajar.   
F.B.

PIÑAS VAN...

DUDAS Y MATEMÁTICA
― ¡Mirá cómo te dejaron el ojo!
―A ver, acá hay un espejo… ¡ah! la mierda, con razón me dolía.
― ¿Y por qué?
―Por las dudas.
―No puede ser, algo le habrás dicho a la novia del tipo.
―Nada le dije. Solo que tenía lindo culo… y bueno, de tetas no estaba mal, tampoco. No, pero eso no se lo dije.
―Y cómo no querés que el tipo te boxeé, sos pelotudo.
―Pero si te estoy diciendo que me pegaron por las dudas. Yo no sabía que el tipo ese era el novio. Tenía mis dudas.
― ¿Cómo no vas a saber si estuvo toda la noche al lado de ella?
―Boludo, vos estás toda la noche al lado de tu hermana cuando salimos y no sos el novio. Sos el vigilante. Sos como un obstáculo para su desarrollo como m
ujer. No te enojés, pero es así. Mirá que me voy a imaginar que era el novio, un montón de minas tienen hermanos.

―¿Y qué otra duda tenías?
―Nada (¡ay! la puta cómo duele). Cuando el tipo se me acercó yo le pregunte (Qué intolerante de mierda). Una vez leí que la peor pregunta es la que no se hace. Un verso. A está me la tendría que haber callado.
―¿Qué le preguntaste?
―La cosa fue así: el tipo casi me tocaba la nariz con su nariz. “Que te voy a matar” “que vas a ver que a las minas se las respeta” “que te voy a cagar a trompadas”, y en eso que estaba con tantas promesas, a mí se me vino la puta pregunta a la boca. Me retire un poquito de la onda expansiva de su aliento amanecido y le pregunte: ¿vos y cuántos más? Después casi ni hablamos. ¿Tanto le costaba responder que iba a ser el solo?

FB

miércoles, 30 de octubre de 2013

UN ALAZÁN EN EL SENA

Un alazán en el Sena.
Fue una tarde de verano. Cuando se largó la lluvia Martina entró a la casa. La nueva casa, la vieja casa de su abuela. Tenían, junto a su hermano Santino, sentimientos encontrados para vivir ahí. Desde que la abuela murió, dejó de ser ese lugar mágico para ir de visitas. Ya, pensarse viviendo ahí, era otra cosa. “La vida cambia después de la muerte”, pensó sin darse cuenta Martina. Subió la escalera y entró a la que era, ahora, su habitación. Junto a la cama estaban las cajas de juguetes, medio desparramadas las muñecas y los títeres de peluche. Los osos quedaron en lo profundo del cajón. Juntó un poquito de coraje para empezar a desembalar tiestos y trastos pero se frenó en un resoplido de poca gana. Se sentó a los pies de la cama y se quedó mirando un cuadro colgado en la pared. Durante años, los primeros nueve de su vida, nunca reparó en la lámina enmarcada. Era una imitación de de un Renoir. Se veía un río, el Sena, y una pareja navegando mansamente en un día de sol. Los colores eran vivos y el agua azul. El cielo también. Era primavera, se notaba. Afuera llovía y el cielo se puso más oscuro. Martina salió un instante del cuadro y siguió con los ojos la línea del marco. La recorría y su cabeza empezó a caer sobre su hombro. Lo vio torcido. Se paró, caminó hasta la pared y lo enderezó acompañando su corrección con la cabeza para el otro lado. Giró el cuadro en sentido de la corriente mansa del Sena. El agua empezó a caer por el marco. Bajó por la pared que alguna vez fue ceniza y mojó el piso de la nueva habitación de Martina.
Martina hizo un paso para atrás. Y dos, y tres. Y sentó en la punta de la cama. Quería hablar y no le salía de la boca ninguna palabra. Se quedó, perpleja, mirando el bote que avanzaba, con los enamorados abordo, caer por la catarata de la pared. El hombre abrazaba a la mujer y ella confiaba en sus brazos. Una vez que la embarcación alcanzó el piso, los dos siguieron charlando tranquilamente, fascinados con el nuevo paisaje. El caballero orilló el bote sobre una de las costas, desde la cual, lo miraban cuchicheando un par de rubias Barbies. Uno de los títeres ofició de contralmirante y ató la embarcación para asegurarle buen puerto. El caballero ayudó a su amada a descender.
―¡Santino! Vení a ver, nene―gritó Martina encontrando las palabras―. Vení y mirá lo que hacen mis muñecas.
―¡No me importa! ―respondió a los gritos Santino desde el cuarto contiguo― además, no me importan tus muñecas. Papá dijo que cada uno acomodara su cuarto―. Santino no era obediente pero estaba cansado de que su hermana lo mandara. Cuando él le exigía algo siempre tenía que poner algo a cambio.
Martina se paró sin dejar de vista la escena, Saltó por el Sena azul de Renoir y fue corriendo hasta la pieza de su hermano. Lo trajo arrastrando, siguiendo una costumbre. Lo paró en la puerta y los dos se quedaron mirando el Sena de la nueva pieza de Martina.
―¿Qué hiciste, nena? Yo le voy a decir a papá que no tengo nada que ver con este enchastre.
Cuando Santino siguió, con la vista, el curso del Sena por la pared llegó hasta el cuadro que mostraba un río sin navegantes. Los hermanos se quedaron mirando el piso: estaban la pareja del bote, las muñecas Barbies y los títeres charlando a orillas del río que llegaba a las patas de la cama de Martina. Los dos hermanos caminaron hasta la pared color ceniza y levantaron lentamente el cuadro despegándolo cuidadosamente desde la parte de abajo.
―Cuidado, Santi. Lo vas tirar. ―Santino, haciendo punta de pies en una silla, la miró a su hermana mayor controlando la situación. Los dos espiaron y no había nada raro. Nada que no hubiese detrás de un cuadro colgado en una pared color ceniza. Saltaron de nuevo el Sena y fueron hasta la pieza de Santino para ver qué había del otro lado de la pared. Nada. Unos cuantos daguerrotipos colgados, unos marcos que tenían fotos del abuelo y otros cazadores. Justo en el centro había un cuadro con los detalles de una carrera que supo ganar uno de los caballos del abuelo. Calcularon que ese marco estaba a la misma altura que el Renoir del Sena. Lo sacaron con sumo cuidado y no vieron nada raro. Solo que el clavo, después de vaya saber cuántos años ahí, se salió y cayó al piso. Dejaron el marco de la foto de la carrera y se fueron corriendo hasta el río Sena que cruzaba la habitación de Martina.
La pareja de enamorados seguía conversando, entretenida con los muñecos y muñecas de Martina. De pronto, por el Renoir torcido empezaron a aparecer los juguetes de Santino. Primero unos soldados iban caminando con el agua hasta el pecho alzando sus armas. Cuando llegaron a la catarata de la pared, tiraron las armas –las consideraron inútiles- y se arrojaron. Atrás de ellos lo siguieron unos dinosaurios: un par de tiranosaurios, un velociraptor, un protoceraptor; a todos Santino los conocía con devoción. Después vieron entrar en el Sena, a lomo de un caballo alazán, a un hombre joven muy parecido al abuelo que conocieron por fotos. Todo el bicherío y el resto de personajes se quedaron a orillas del Sena disfrutando la tarde, a los pies de la cama de Martina.
―¡Chicos! ¿Están arriba? ― gritó el papá de Martina y Santino desde la planta baja. Los dos hermanos se miraron desconcertados y dijeron a coro:  
 ―Sí, papá. Vení a ver.
Cuando abrió la puerta del cuarto de Martina, los dos hermanos vieron a su padre con dos marcos en la mano.
―Bueno, a ver. Con mamá queríamos dejarle dos cosas. Son para sus nuevos dormitorios. Este es para vos, Santino. Una foto del abuelo y su caballo.  A vos, Santino, antes que el abuelo muriese, te subió una vez en brazos. Este es para vos, Martina. Es el último cuadro que tu abuela pintó. Es una copia de una obra de arte de francés que se llamaba Renoir. Tu abuela siempre quiso conocer Francia para llegar a ese río. Son para sus dormitorios. ¿Qué les parece?
―Genial, papá ―dijo Martina y lo abrazó.
Cuando Santino tomó la fotografía del abuelo y su caballo alazán, no pudo con la curiosidad:
―Papá ¿Cómo se llamaba el caballo del abuelo?
― “Velociraptor”, hijo. Como uno de los dinosaurios que tanto te gustan a vos. Che, cierren las ventanas, chicos. Con esta lluvia se va a llenar de agua y la casa es viejita.
―Sí, papá ―respondieron a coro los hermanos.
―Bueno, ¿qué querían mostrarme? Se los escuchaba ansiosos.
―Nada, otro día te mostramos.  

F.B.

viernes, 25 de octubre de 2013

                CREPÚSCULO EN EL ESTE
                Fue el primer día de todos los días que le siguieron, sin ser lo que antes se creía. Ni el vacio de la ciudad, ni la soledad que me hacía sentir el único humano sobreviviente (aunque eso también era relativo) me aturdieron tanto como aquella charla. Caminé desde el alba, en soledad, por mi ciudad vacía. No llevaba respuestas encima, ni el coraje para hacer las preguntas.  De aquella primera jornada, en la cual el sol salió por el oeste, lo que más me aturdió fue el dialogo entre las únicas personas que supe encontrar desde aquel entonces. Por suerte ―pienso a veces― no me he cruzado a nadie más desde hace siglos. Me repito sus palabras a diario y más me aturdo. Ellos nunca me vieron llegar hasta aquella plaza desierta, ni advirtieron mi presencia aturdida. Y hoy, como tantas veces he intentado, me animo a reproducir su discusión:
                ―¿Qué importa dónde están mis padres? Ellos deberían velar por mí y no al revés –dijo la niña con una firmeza sorprendente, en medio del pavor―. Además, dudo que mis padres hayan existido alguna vez.
―Bien, ahora resulta que estoy ante la Eva de la Nueva Era.
La respuesta del pordiosero sonó ácida. Determinante, cansado de lidiar contra la porfía. Era un hombre sucio, de unos setenta años, llevaba lentes de sol. La luz cenital del mediodía le bañaba los surcos de las arrugas alrededor de los ojos.  Su mirada volvía, ahora, sobre la impertérrita interlocutora que retomaba la hipótesis.
―Yo solo estoy diciendo que: si hasta ayer, en todos los ayeres desde el inicio de los tiempos, el sol salió por el este para después irse a dormir por el oeste, y hoy eso no pasó; entonces quizás esto no sea un día como los otros. Quizás el hoy no exista.  Si no existe el hoy, no existe el ayer. Si tuve padres, los tuve hasta ayer. Si el ayer ya no existe; mis padres, tampoco. Ya no es mi problema. –Al decirlo, simplemente se concentró en un paquete de caramelos que sacó del kiosco de aquella plaza desierta. El pordiosero se sentó en el carrusel detenido. Se rascaba la barba hedionda y miraba la niña sin decir palabras. Yo los miraba desde un banco como un fantasma. Ellos no me veían pero yo tampoco los quería interrumpir con mi aparición (hasta hoy me sorprendo pensando que he sido solo eso: Una aparición que nadie advirtió). La niña siguió.
―Créame. Mi teoría le conviene. Mírelo así: usted pudo ser hasta ayer un joven hermoso, o quizás un príncipe con cientos de palacios. –La niña era pulcrísima de una cabellera rubia, como salida de un cuento de hadas. El sol le resplandecía en un listón blanco que rodeaba su cabeza―. Ayer, yo quizás, no hubiese tenido el coraje para hablar con una persona tan fea como el usted de hoy.
―¿De qué me está hablando, señorita insolente? Es más, aún no sé ¿Por qué diablos estamos hablando usted y yo?
― Estamos hablando porque, de momento, no hay más personas en este mundo para hablar –cuando la niña dijo eso comprendí que ninguno de ellos había detectado mi presencia ni de la de ningún otro humano― simplemente estamos hablando.
―Bien, señorita, pero estamos hablando un lenguaje que aprendimos ayer. Ahora, si ese ayer no existió ¿Cómo puede existir un lenguaje que nunca aprendimos en ningún tiempo? Quizás él no exista. Como dejaron de existir sus padres.
                Ambos se quedaron mirando, en silencio, en un tiempo que moría prematuro. En un presente que nunca tuvo ayer. Sin pretérito se quedaron sin existencia. Yo los miré y seguí caminando hacia el Este, mirando el sol ponerse en una ciudad que nunca caminé. Cuando anocheció, los gallos cantaron en un tiempo que se parecía a un alba sin oscuridad previa.

Vuelvo a escribir este texto, una y otra vez. Cada mañana (por llamarle de alguna forma), con los primeros rayos del Oeste, intento escribirlo en el único lenguaje que sé, de momento, y que no comparto con nadie. Ayer lo entendía, hoy ya no sé o ya no es.

jueves, 29 de agosto de 2013


LUZ DE SALIDA

―Doctor, no lo quiero ver más. Ya no soporto su presencia. Su perfume sin ser. Su calor sin estar. Mi vida no soporta esas cosas. No las quiero más.
“Yo tampoco, las quiero en mi vida. Sin embargo, acá estoy, sentado detrás de ti, viendo tu cuerpo levitar con la vibración de tu voz atiplada. Acá estoy mirando el horizonte de tus piernas infinitas sobre el maldito diván que te trajo a mi vida.” Los pensamientos de Javier eran incongruentes con sus anotaciones inteligibles en la libreta. Mabel seguía suspendida entre las partículas que se veían al contraluz de la ventana del consultorio. Era el octavo piso de un viejo edificio. Para Javier eran las puertas del mismo purgatorio.
―Desde que lo conocí mi vida se ha llenado de perturbaciones. Eso que ustedes dicen, con tanta liviandad, “la zona de confort” se enturbió, perdió sus límites. Su llegada a mi vida ha sido una piedra en medio del estanque. No me importan los consejos, sé muy bien que usted no me los dará. Para eso no le pago. Usted entrena mi resiliencia. Solo ella puede ayudarme. Como si ya no tuviera que aprender cosas de más en esta vida de mierda. Como si el resto hiciera todo lo que yo hago cada día para salir adelante en medio de la oscuridad. El resto del mundo cree y se preocupa en vivir una vida antes de que llegue la maldita luz al final del túnel ¿Yo podré verla, Doctor?
“A veces, me pregunto si realmente te interesa esa luz. Esas limitaciones que tenemos los que tenemos "todo". Mis facultades llegan y se consumen en el preciso instante en el que tú realizas el mínimo paso para el evento más cotidiano. Tu maestría, con la que resuelves el menor de los escollos de la vida rutinaria del resto de los mortales, me hace pequeño, a mí y al resto”. Las manos de Javier se secaban sobre la tela del pantalón. Los dedos de Mabel se reconocían entre sí. Los  pulgares de sus manos, apoyadas sobre el vientre, despabilaban al resto de los dedos cansados de un largo día de trabajo. Las manos transpiradas, los dedos cansados, la libreta y ellos dos se quedaron en silencio un buen rato. Ella podía escuchar, detrás del reloj sobre la biblioteca, la respiración agitada de él a sus espaldas. Él solo miraba el rostro de ella espiando entre sus pestañas. Desde la primera sesión,  la vio entrar y se apoyó en las pestañas de ella. Se apoyó como los navegantes que se asientan en el mástil mayor para dejarse llevar por la marea.
―No voy a volver más, Doctor―dijo Mabel, mientras se incorporaba―. Voy intentar en otra parte. Perdóneme ―se iba poniendo de pie y alcanzó la cartera sobre la mesa ratona― quizás, como dicen ustedes: «no era el momento».
―La solución está alcance de tu mano, Mabel.
―Como lo ha sido siempre, Doctor. ―Dijo Mabel mientras extendía, con su clásico y resignado automatismo, el bastón blanco. Extendió la mano buscando el rostro de Javier por primera vez en muchos meses de terapia y y retrocedió―. Será mejor que me vaya sin nunca haberlo conocido, así no sumo recuerdos.

Javier hizo un paso al costado.  Ella pudo verlo claramente al escuchar los pies de él barrer la alfombra. Avanzó con su bastón titubeante por el consultorio buscando la salida.   

Fredy Bustos

jueves, 22 de agosto de 2013

TENER OJOS DE NIÑO

CAPRICHO
―Su hija está perfecta, además, tiene sus ojos― dijo la neonatóloga y el padre sonrió tibio, se sentó en el banco del pasillo y empezó a llorar desconsolado. Nadie entendía el por qué de la angustia en medio de semejante alegría. Entre sollozos desconsolados balbuceaba lo siguiente:
―Mis ojos, no ¡Por qué tienen que ser así las cosas! Mis ojos ya están viejos, cansados, cada vez graban más recuerdos malos y olvidan bellos paisajes. Estos ojos, no, doctora. Estamos a tiempo de corregir lo que ha sucedido. Mis ojos ya se aburren de las caras nuevas y no se enamoran más de los rostros que aman. Estos ojos viejos no aprenden y solo automatizan lo poco que sé. Les da lo mismo el fucsia de la mañana y el ocre del ocaso, las dos son cosas de todos los días. Cuando se cierran no sueñan, solo duermen. Estos ojos doctora no deberían estar en su rostro, algo está mal. Mis ojos ya se olvidaron de llorar de la risa. Se van apagando desde que se les murió el asombro. Yo no quería que esto pasara, doctora. Dígame que estamos a tiempo.
―Cálmese, tranquilo. No lo entiendo bien ¿Qué era lo que usted quería?
―Que sea al revés, simplemente eso―dijo el padre levantando la vista de sus ojos llorosos, secándose los mocos con el puño de la camisa.
― ¿Cómo?
― Yo, doctora, quería tener los ojos de mi hija y volver a tener ojos de niño.


Fredy Bustos

jueves, 25 de julio de 2013

EL TRAGO AMARGO DE LOS CELOS


PIÑA COLADA

          La arcada se me subió como la espuma de la Pielsen. La cerveza se me cayó sobre el mouse y la sangre me hervía. “No sé cuál es el punto de ebullición de mi sangre”. De pronto, mis venas se transformaron en morcillas hervidas al calor de Brasil. “Bahiano hijo de puta. ¿Hijo de puta él? No, hija de tres mil putas, ella”. Mi cabeza entró en un mareo de dolor, indignación y rabia. “¡Qué pelotudo!”. Siento la hiel. Existe la hiel, la tengo en la garganta.
«¿Desea reproducir ?»
“Cómo me podés preguntar eso maquina del orto. Recién voy por la cuota ocho de doce y bien que las pague al día. Cómo me podés preguntar eso. Yo soy tu amo. Yo escucho todos los días los temas de No te va gustar. Yo te enseño lo mejor del Uruguay y vos me pagás así”.
Vuelvo a darle al botón que dice «aceptar». «Aceptar». «Aceptar». «Aceptar» por la enésima potencia. Lo veo de nuevo, y mi bronca se potencia. Prendo otro pucho con la brasa del que se termina. Asco. “¿Podés reproducir el asco, maquina trola?. Yo sí. Yo el pelotudo, sí, claro que puedo. Las veces que se me canten los huevos. Porque huevos me sobran como montevideano cabrón que soy”. Menos mal que nunca fui a Brasil.
Siempre el ananá me cayó mal. Lo odio por mentiroso. Por farsante. Odiaba que a los quince años sólo me dieran ananá fizz en las fiestas. Yo me curdeaba, bien curdeado con los botijas en el tablado y estos pelotudos en casa me daban ananá fizz. Pero lo peor de todo es que el ananá miente. Vos lo ves con esa pinta de cactus, de helecho que se le secó el tronco, de aloe vera impropio sin más propiedad ni facultad que la de darle acidez a la ensalada de fruta. Clericó. ¡Oh por Dios! otra palabra que me suena a portugués. A carioca. Vuelvo a darle al «aceptar» y le pido a Octavio, antes que se vaya, que me deje el atado de cigarros y que se compre otro en el almacén. Se acerca para chusmear (le encanta el quilombo, el puterio). Yo minimizo. Lo único que puedo minimizar es la ventana del video. La bronca la tengo maximizada. Se me reformateo el corazón. Se le metió un virus y ya no sirve. Fue culpa mía. Me culpo.
―¿Qué mirás? ―me pregunta.
―¿Qué te importa? ¡La concha de tu madre! ― Me tira los puchos en la mesa y se va sin decirme nada. Se lleva mi guitarra y no me dice nada.
“Cucha, Laura, cucha. La saqué hoy en la guitarra. Me encantaría/volver a verte reír/como me gusta verte reír”. Y Laura cantaba conmigo, le encantaba la banda, le encantaba acompañarme a los recitales, sobre todo cuando estaba invitada alguna murga. Si era Agarrate Catalina, mejor aún. Le gustaba la voz aguda del moreno que canta con una cadencia andaluza. Le gustaban los negros. Cómo no la voy a escuchar. Y eso, que esa canción pelotuda, que me pase una semana practicando, arranca con un “no sé si escuchas”. Yo no escuchaba ¡Qué ciego estaba! Mirá que la voy a ver reír a esta trola si estaba ciego. Enamorado, pensaba. Ciego, pienso. Odio la mentira, y me odio más a mí por creerla cierta. Odio el ananá. Por mentiroso, por fuera lo vez seco, espinoso, impenetrable. Por dentro es un almíbar color ámbar. Dulce.
Mi tía Ofelia se lo pone a todo. A la ensalada de frutas, al pollo, a la pizza, al matambre a la pizza. Ella siempre dice que con el matambre se puede hacer cualquier pizza. Que vieja chota. Estafadora. A las milanesas de pollo le pone ananá. También le pone banana. Suprema Meryland te dice en un inglés oriental. Ni sabe dónde queda Meryland pero ella se siente Tom Sawyer. Le faltan las bermudas y un barco a paletas de fondo cruzando el Misisipi. Agua barrosa como el Río de Plata pero con más fama. Ella le pone a la milanesa banana ¿Cómo podes comer banana con papas fritas? ¡Qué pelotudes! Los brasileros le ponen banana a la pizza. Cómo los odio, menos mal que nunca fui a Brasil.       
Mi tía Ofelia es de Canelones. Uno piensa: “¡Eh la pucha! Si es de Canelones debe ser una diosa cocinando pastas. Canelones, lasañas, pastas rellenas y panzottis”. No, a ella le pinta el agridulce. Nunca te va a hacer una putanesca, una bolognesa, una salsa cuatro quesos. No, a ella le pinta el trópico. Le pinta el ananá o la piña. Para mí son lo mismo. Una cagada. Una puntada al corazón, un virus en el alma. Laura me escribe por el facebook, me hago el soberano, es mi maquina, “si quiero te voy a responder”. Tengo ganas de preguntarle qué le parece el ananá. Si sabe que ananá y piña es lo mismo. Me quedo en el molde. Me está pidiendo que le guarde el pen drive que ahora está conectado en la máquina. No le respondo. Me hago el otario. Me hago el macho. Que piense lo que quiera. Que piense que estoy con la viola sacándole una canción para hacerle serenata. Que piense lo quiera. Que haga lo mismo que yo hice todo este tiempo. Confiar en ella. «¿Desea reproducir nuevamente?» «Aceptar». «Aceptar». «Aceptar». “¡Ésta voy a aceptar! No acepto lo que veo, acepto lo que vos me preguntas Pentium. Acepto que soy un pelotudo pero no me trago lo que veo”.
El ananá tiene bromelina un fermento digestivo. Podés creer. Recien lo ví en Wikipedia. Y yo no me trago esta bronca. Busco una botella de whisky barato que tengo en la cocina. Se la toma el Octavio cuando se pone en letrista y se hace la reencarnación de Canario Luna. Ese sí que era un macho, ese sí que no perdía el tiempo como yo con una mina que no vale dos monedas. El tipo era de la calle, del barrio, tenía códigos. Yo no. Soy un pajerito que estudia Letras y no sabe cómo expresar tanto dolor. De qué me sirven las letras. Me hago el guapo y le entro a la botella de Criadores del pico. Los toros de la etiqueta me miran. Se me ríen en la cara. Ellos son grandes reproductores. Valen lo que pesan sus huevos. Valen su circunferencia escrotal. Yo soy un pelotudo que, por suerte, no me reproduzco. Solo reproduzco el asco. «Aceptar». «Aceptar». «Aceptar».
Laura quería que este verano fuésemos a Brasil. Yo le dije que no voy a países que no hablen español. Ella me trato de cerrado. “Obtuso” me llamó. “Sí, puedo ser un ángulo obtuso si te gusta decirme. Pero vos ¿sabés qué? tus piernas son un ángulo llano. Ciento ochenta grados de placer para cualquiera”. Ciento ochenta grados quizás sea ese el punto de ebullición de mi sangre. El whisky me ayuda.
―Dale Flavio, vamos a Brasil, aunque sea al sur. Aunque sea Floripa― ella le decía Floripa y no Florianopolis, se hacía la catarinense furiosa.
―No Laura, vamos a la Paloma o si querés vamos a Argentina, a conocer la Patagonia.
― ¡Ay! qué amargo que sos. Yo quiero mar y playa. No sabés lo lindas que son las playas de Bahía. ―Había ido con las chicas en segundo año de la facultad. Yo la había conocido unos meses antes compartiendo una materia. Pero ella tenía preparado ese destino y ya había  pagado el viaje. De nada le sirvieron mis reclamos y pedidos lastimosos y babosos para que suspendiera su periplo. Se fue lo mismo. Se fue con esa sarta de boludas que tenía como amigas (había un par que estaban bastante buenas). Una de ellas lo rebotó al Octavio, decía que le parecía un tipo que solo pensaba en el sexo. “Claro, porque ellas querían a alguien inteligente, de buen sentido del humor. Al sexo se lo buscaban en otra parte”. «Aceptar». «Aceptar». «Aceptar».     
Me entrá otro mensaje en el chat. Ella escribe: «Queeeeeeee haaaaaceeeess hooooooolaaaaaa estaaaaas ahiiiiiiiiiiiiiii». Yo escribo: «Noooooooooooo andaaaaaaaa aaaaa caaaaaagaaaarrrrr». Me parecen demasiadas aes. Borro. No mando nada. Ella debe ver que escribí algo que nunca le llegó. Los toros del whisky se me van de la etiqueta, quieren salir corriendo, prefieren morir en San Fermín y no ver a un macho auto-castrarse por cagón. Por no llevarlos bien puestos. “Perdón, muchachos”. Le doy otro beso a la botella panzona. Laura me pregunta: «dale decime qué me escribiste, te vi jajajajaja». Yo tengo ganas de decirle: «yo también te vi hija de puta». Sólo me animo a preguntarle si sabía que en Brasil hay un pueblito que se llama Ananás. «Noooooooooooooo» (no sé por qué tiene los dedos tan pesados y multiplica las vocales con tanta indiscreción) «vamos! dale. Yo quiero mar». Le respondo que no tiene mar. Le explico que está a la altura de Río pero para el lado de adentro, como para el amazonas. Le quiero contar que lo acabo de ver en Wikipedia. Contarle que está en el estado de Tocantins. Que sus colores son el verde y el amarillo. Claro, ella me va a decir “verdeamarela como los colores de Brasil”. Pero para mí son verde y amarillo como los colores del Club Sportivo Cerrito, los colores de mi viejo que nació en Cerrito de la Victoria. Pobre viejo, yo lo traicione y en el liceo me hice de Peñarol. Mi viejo me diría, tirando el humo por la boca y la nariz, “cagate por cuernudo”. Sería una piña en mi corazón, o un ananá.      
«¿Desea reproducir nuevamente?» Sí, al infinito. Total, me queda Criadores como anestésico. Vuelvo a ver el video y enchufo la notebook porque se me agota la batería. Me duró más que la energía del corazón. Veo el ícono y veo un corazón al que le quedan tres minutos de batería. No lo puedo conectar en ninguna parte. Ya no sirve. Es tecnología obsoleta. Alguna vez leí un proverbio que decía no abras una ventana si no querés ver qué hay del otro lado. No sé si lo leí o lo invente. Canario Luna de esa frase se hacía cinco versos para el tablón. El nunca tuvo un pen drive de la novia, o la minita que se curtía, conectado en la computadora, el no tenía facebook, ni ninguna de estas pelotudeses que te amargan la vida.
«Cómo me gustaría verte reír». Hoy te vi reír como loca. “Ananá” es una palabra de origen guaraní. Nació acá, en el Paraná. Paraguay, Argentina, Uruguay. No en Brasil. Si algo les envidio a los argentinos, es que el clásico de su fútbol es con Brasil. Ya quisiera yo, uruguayo, gritarle en la cara un gol charrúa a esos “brazucas”. En Brasil le dicen “abacaxi”. Supongo que se dice “abacayí”. Al menos así lo gritaban las amigas de Laura en el videíto que encontré en su pen drive. Hoy, cuando se fue a lo de las amigas, se lo dejó conectado a la notebook. Yo entre para robarle algo de música y pase de victimario a víctima. Baje algo de la Vela Puerca, los Redondos, Bersuit y Drexler. No sé por qué tuve que clikear en al archivo “Abacaxi”. Están en un barco. La escena arranca en un paneo sobre agua verde turquesa. El paraíso se me transformó en infierno. Fui Dante bajando al averno en un ascensor descompuesto. Cinco chicas corean «Laura Abacaxi, Laura Abacaxi, Laura Abaxi». «¿Desea reproducir nuevamente?» «Aceptar». Laura se pone de espaldas a la cámara y baja quebrando sus rodillas como cuando bailábamos “Laura se te ve la tanga” de Damas Gratis. De frente tiene a un moreno de un metro ochenta, fibroso, viril y en sunga. Él le vacía el vaso blanqueado de bebida en su cara. Las chicas gritan enardecidas. El negro se transforma en un lactante mamando piña colada.
«¿Desea reproducir nuevamente?»
«Rechazar»       
                                                                              Fredy Bustos