PIÑA COLADA
La arcada se
me subió como la espuma de la Pielsen. La cerveza se me cayó sobre el mouse y la sangre me hervía. “No sé cuál
es el punto de ebullición de mi sangre”. De pronto, mis venas se transformaron
en morcillas hervidas al calor de Brasil. “Bahiano hijo de puta. ¿Hijo de puta
él? No, hija de tres mil putas, ella”. Mi cabeza entró en un mareo de dolor,
indignación y rabia. “¡Qué pelotudo!”. Siento la hiel. Existe la hiel, la tengo
en la garganta.
«¿Desea reproducir ?»
“Cómo
me podés preguntar eso maquina del orto. Recién voy por la cuota ocho de doce y
bien que las pague al día. Cómo me podés preguntar eso. Yo soy tu amo. Yo
escucho todos los días los temas de No te va gustar. Yo te enseño lo mejor del
Uruguay y vos me pagás así”.
Vuelvo a
darle al botón que dice «aceptar». «Aceptar». «Aceptar». «Aceptar» por la
enésima potencia. Lo veo de nuevo, y mi bronca se potencia. Prendo otro pucho
con la brasa del que se termina. Asco. “¿Podés reproducir el asco, maquina
trola?. Yo sí. Yo el pelotudo, sí, claro que puedo. Las veces que se me canten
los huevos. Porque huevos me sobran como montevideano cabrón que soy”. Menos
mal que nunca fui a Brasil.
Siempre el
ananá me cayó mal. Lo odio por mentiroso. Por farsante. Odiaba que a los quince
años sólo me dieran ananá fizz en las
fiestas. Yo me curdeaba, bien curdeado con los botijas en el tablado y estos
pelotudos en casa me daban ananá fizz.
Pero lo peor de todo es que el ananá miente. Vos lo ves con esa pinta de
cactus, de helecho que se le secó el tronco, de aloe vera impropio sin más
propiedad ni facultad que la de darle acidez a la ensalada de fruta. Clericó. ¡Oh por Dios! otra palabra que
me suena a portugués. A carioca. Vuelvo a darle al «aceptar» y le pido a
Octavio, antes que se vaya, que me deje el atado de cigarros y que se compre
otro en el almacén. Se acerca para chusmear (le encanta el quilombo, el puterio).
Yo minimizo. Lo único que puedo minimizar es la ventana del video. La bronca la
tengo maximizada. Se me reformateo el corazón. Se le metió un virus y ya no
sirve. Fue culpa mía. Me culpo.
―¿Qué
mirás? ―me
pregunta.
―¿Qué
te importa? ¡La concha de tu madre! ― Me tira los puchos en la mesa y se va
sin decirme nada. Se lleva mi guitarra y no me dice nada.
“Cucha,
Laura, cucha. La saqué hoy en la guitarra. Me encantaría/volver a verte
reír/como me gusta verte reír”. Y Laura cantaba conmigo, le encantaba la banda,
le encantaba acompañarme a los recitales, sobre todo cuando estaba invitada
alguna murga. Si era Agarrate Catalina, mejor aún. Le gustaba la voz aguda del
moreno que canta con una cadencia andaluza. Le gustaban los negros. Cómo no la
voy a escuchar. Y eso, que esa canción pelotuda, que me pase una semana
practicando, arranca con un “no sé si escuchas”. Yo no escuchaba ¡Qué ciego
estaba! Mirá que la voy a ver reír a esta trola si estaba ciego. Enamorado,
pensaba. Ciego, pienso. Odio la mentira, y me odio más a mí por creerla cierta.
Odio el ananá. Por mentiroso, por fuera lo vez seco, espinoso, impenetrable.
Por dentro es un almíbar color ámbar. Dulce.
Mi tía Ofelia
se lo pone a todo. A la ensalada de frutas, al pollo, a la pizza, al matambre a
la pizza. Ella siempre dice que con el matambre se puede hacer cualquier pizza.
Que vieja chota. Estafadora. A las milanesas de pollo le pone ananá. También le
pone banana. Suprema Meryland te dice en un inglés oriental. Ni sabe dónde queda
Meryland pero ella se siente Tom Sawyer. Le faltan las bermudas y un barco a
paletas de fondo cruzando el Misisipi. Agua barrosa como el Río de Plata pero
con más fama. Ella le pone a la milanesa banana ¿Cómo podes comer banana con
papas fritas? ¡Qué pelotudes! Los brasileros le ponen banana a la pizza. Cómo
los odio, menos mal que nunca fui a Brasil.
Mi tía Ofelia
es de Canelones. Uno piensa: “¡Eh la pucha! Si es de Canelones debe ser una
diosa cocinando pastas. Canelones, lasañas, pastas rellenas y panzottis”. No, a
ella le pinta el agridulce. Nunca te va a hacer una putanesca, una bolognesa,
una salsa cuatro quesos. No, a ella le pinta el trópico. Le pinta el ananá o la
piña. Para mí son lo mismo. Una cagada. Una puntada al corazón, un virus en el
alma. Laura me escribe por el facebook,
me hago el soberano, es mi maquina, “si quiero te voy a responder”. Tengo ganas
de preguntarle qué le parece el ananá. Si sabe que ananá y piña es lo mismo. Me
quedo en el molde. Me está pidiendo que le guarde el pen drive que ahora está
conectado en la máquina. No le respondo. Me hago el otario. Me hago el macho.
Que piense lo que quiera. Que piense que estoy con la viola sacándole una
canción para hacerle serenata. Que piense lo quiera. Que haga lo mismo que yo hice
todo este tiempo. Confiar en ella. «¿Desea reproducir nuevamente?» «Aceptar». «Aceptar».
«Aceptar». “¡Ésta voy a aceptar! No acepto lo que veo, acepto lo que vos me
preguntas Pentium. Acepto que soy un
pelotudo pero no me trago lo que veo”.
El ananá
tiene bromelina un fermento digestivo. Podés creer. Recien lo ví en Wikipedia.
Y yo no me trago esta bronca. Busco una botella de whisky barato que tengo en
la cocina. Se la toma el Octavio cuando se pone en letrista y se hace la
reencarnación de Canario Luna. Ese sí que era un macho, ese sí que no perdía el
tiempo como yo con una mina que no vale dos monedas. El tipo era de la calle, del
barrio, tenía códigos. Yo no. Soy un pajerito que estudia Letras y no sabe cómo
expresar tanto dolor. De qué me sirven las letras. Me hago el guapo y le entro
a la botella de Criadores del pico. Los toros de la etiqueta me miran. Se me
ríen en la cara. Ellos son grandes reproductores. Valen lo que pesan sus
huevos. Valen su circunferencia escrotal. Yo soy un pelotudo que, por suerte,
no me reproduzco. Solo reproduzco el asco. «Aceptar». «Aceptar». «Aceptar».
Laura quería
que este verano fuésemos a Brasil. Yo le dije que no voy a países que no hablen
español. Ella me trato de cerrado. “Obtuso” me llamó. “Sí, puedo ser un ángulo
obtuso si te gusta decirme. Pero vos ¿sabés qué? tus piernas son un ángulo
llano. Ciento ochenta grados de placer para cualquiera”. Ciento ochenta grados
quizás sea ese el punto de ebullición de mi sangre. El whisky me ayuda.
―Dale
Flavio, vamos a Brasil, aunque sea al sur. Aunque sea Floripa―
ella le decía Floripa y no Florianopolis, se hacía la catarinense furiosa.
―No
Laura, vamos a la Paloma o si querés vamos a Argentina, a conocer la Patagonia.
―
¡Ay! qué amargo que sos. Yo quiero mar y playa. No sabés lo lindas que son las
playas de Bahía. ―Había ido con las chicas en segundo año de la facultad. Yo la
había conocido unos meses antes compartiendo una materia. Pero ella tenía
preparado ese destino y ya había pagado
el viaje. De nada le sirvieron mis reclamos y pedidos lastimosos y babosos para
que suspendiera su periplo. Se fue lo mismo. Se fue con esa sarta de boludas
que tenía como amigas (había un par que estaban bastante buenas). Una de ellas
lo rebotó al Octavio, decía que le parecía un tipo que solo pensaba en el sexo.
“Claro, porque ellas querían a alguien inteligente, de buen sentido del humor.
Al sexo se lo buscaban en otra parte”. «Aceptar». «Aceptar». «Aceptar».
Me entrá otro
mensaje en el chat. Ella escribe: «Queeeeeeee haaaaaceeeess hooooooolaaaaaa
estaaaaas ahiiiiiiiiiiiiiii». Yo escribo: «Noooooooooooo andaaaaaaaa aaaaa
caaaaaagaaaarrrrr». Me parecen demasiadas aes. Borro. No mando nada. Ella debe
ver que escribí algo que nunca le llegó. Los toros del whisky se me van de la
etiqueta, quieren salir corriendo, prefieren morir en San Fermín y no ver a un
macho auto-castrarse por cagón. Por no llevarlos bien puestos. “Perdón,
muchachos”. Le doy otro beso a la botella panzona. Laura me pregunta: «dale
decime qué me escribiste, te vi jajajajaja». Yo tengo ganas de decirle: «yo
también te vi hija de puta». Sólo me animo a preguntarle si sabía que en Brasil
hay un pueblito que se llama Ananás. «Noooooooooooooo» (no sé por qué tiene los
dedos tan pesados y multiplica las vocales con tanta indiscreción) «vamos!
dale. Yo quiero mar». Le respondo que no tiene mar. Le explico que está a la
altura de Río pero para el lado de adentro, como para el amazonas. Le quiero
contar que lo acabo de ver en Wikipedia. Contarle que está en el estado de
Tocantins. Que sus colores son el verde y el amarillo. Claro, ella me va a
decir “verdeamarela como los colores
de Brasil”. Pero para mí son verde y amarillo como los colores del Club
Sportivo Cerrito, los colores de mi viejo que nació en Cerrito de la Victoria.
Pobre viejo, yo lo traicione y en el liceo me hice de Peñarol. Mi viejo me
diría, tirando el humo por la boca y la nariz, “cagate por cuernudo”. Sería una
piña en mi corazón, o un ananá.
«¿Desea
reproducir nuevamente?» Sí, al infinito. Total, me queda Criadores como
anestésico. Vuelvo a ver el video y enchufo la notebook porque se me agota la batería. Me duró más que la energía
del corazón. Veo el ícono y veo un corazón al que le quedan tres minutos de
batería. No lo puedo conectar en ninguna parte. Ya no sirve. Es tecnología
obsoleta. Alguna vez leí un proverbio que decía no abras una ventana si no
querés ver qué hay del otro lado. No sé si lo leí o lo invente. Canario Luna de
esa frase se hacía cinco versos para el tablón. El nunca tuvo un pen drive de la novia, o la minita que
se curtía, conectado en la computadora, el no tenía facebook, ni ninguna de estas pelotudeses que te amargan la vida.
«Cómo me gustaría verte reír». Hoy te vi
reír como loca. “Ananá” es una palabra de origen guaraní. Nació acá, en el
Paraná. Paraguay, Argentina, Uruguay. No en Brasil. Si algo les envidio a los
argentinos, es que el clásico de su fútbol es con Brasil. Ya quisiera yo,
uruguayo, gritarle en la cara un gol charrúa a esos “brazucas”. En Brasil le
dicen “abacaxi”. Supongo que se dice “abacayí”. Al menos así lo gritaban las
amigas de Laura en el videíto que encontré en su pen drive. Hoy, cuando se fue a lo de las amigas, se lo dejó
conectado a la notebook. Yo entre
para robarle algo de música y pase de victimario a víctima. Baje algo de la
Vela Puerca, los Redondos, Bersuit y Drexler. No sé por qué tuve que clikear en al archivo “Abacaxi”. Están
en un barco. La escena arranca en un paneo sobre agua verde turquesa. El
paraíso se me transformó en infierno. Fui Dante bajando al averno en un
ascensor descompuesto. Cinco chicas corean «Laura Abacaxi, Laura Abacaxi, Laura
Abaxi». «¿Desea reproducir nuevamente?» «Aceptar». Laura se pone de espaldas a
la cámara y baja quebrando sus rodillas como cuando bailábamos “Laura se te ve
la tanga” de Damas Gratis. De frente tiene a un moreno de un metro ochenta,
fibroso, viril y en sunga. Él le vacía el vaso blanqueado de bebida en su cara.
Las chicas gritan enardecidas. El negro se transforma en un lactante mamando piña
colada.
«¿Desea reproducir nuevamente?»
«Rechazar»
Fredy
Bustos